miércoles, 21 de julio de 2010

Carta breve para un largo adiós, de Peter Handke.

Fragmento final de la novela Carta breve para un largo adiós, de Peter Handke
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John Ford, el director de cine, tenía entonces setenta y seis años, y vivía en su casa de Bel Air, no lejos de Los Angeles. Desde hacía seis años no había rodado ninguna película. La casa es de estilo colonial, y él se sienta, generalmente, en la terraza, y habla con sus viejos amigos. Para los visitantes hay sillones de mimbre colocados en fila, que tienen delante pequeños taburetes para los pies, cubiertos de mantas indias. Cuando la gente se sienta allí y habla empieza pronto a contar alguna historia.
John Ford tenía el pelo blanco y el rostro arrugado, con blancos cañones de barba aquí y allá. Llevaba un parche negro sobre un ojo, y con el otro miraba sombríamente, mientras se manoseaba las arrugas del cuello por debajo de la barbilla. Vestía una chaqueta azul marino y anchos pantalones caqui y calzaba unos zapatos de lona claros, con gruesos tacones de goma. Cuando hablaba, incluso sentado, conservaba las manos en los bolsillos de los pantalones, no hacía ninguna clase de gestos. Tan pronto como había terminado una historia giraba totalmente la cabeza hacia donde estábamos Judith y yo, hasta que podía vernos con su único ojo. Tenía la cabeza grande y el gesto adusto, y no sonreía nunca; junto a él se ponía uno serio aunque hubiera que reirse con sus historias. A veces se levantaba y le echaba a Judith vino tinto de California. Más tarde salió de la casa Mary France, su mujer, que, como él, procedia de la costa oriental, del estado septentrional de Maine; era, como él, hija de inmigrantes irlandeses, y le escuchaba lo mismo que nosotros. Desde la terraza en sombra, se miraba hacia la luz; por todas partes ascendían nubes de tormenta.
-- En el pueblo de mis padres en Irlanda, hay una pequeña tienda -dijo John Ford- donde, de niño, cuando compraba algo, recibía siempre como cambio caramelos, que tenían ya preparados en un cubo. Hace algunas semanas estuve allí otra vez, la primera desde hace más de 50 años, y quise comprar puros en la tienda ¿y qué diréis que pasó? ¡Metieron la mano en un cubo que había bajo la caja y me devolvieron caramelos! --
John Ford repitió muchas cosas sobre América que yo había oido ya en el viaje, de Claire y de otros; sus opiniones no eran nuevas pero contaba historias que las ilustraban y explicaba como habían llegado a formarse esas opiniones. A menudo cuando se se preguntaba sobre algo en general, daba un salto mental y se refería a detalles, sobre todo a personas concretas. Al preguntarle cosas sobre América recordaba siempre personas que había conocido. Nunca formulaba juicios, sólo repetía textualmente lo que habían dicho y lo que le había pasado con ellas. Tampoco nombraba más que a sus amigos.
-- Es insoportable estar enemistado con alguien -dijo John Ford-. De repente el otro pierde su nombre, y se convierte en una simple imagen, su rostro queda envuelto en sombras y se hace impreciso, deforme, y sólo lo podemos mirar fugazmente, de abajo a arriba, como si fuéramos ratones. Cuando tenemos un enemigo, nos repelemos a nosotros mismos. Y sin embargo, siempre hemos tenido enemigos ...
-- ¿Por qué habla siempre en plural? -le preguntó Judith.
-- Los americanos hablamos así, auque sea de nuestros asuntos privados -respondió John Ford-. Quizá se deba a que, para nosotros, todo lo que hacemos forma parte de una acción pública común. Sólo se cuentan historias en 1ª persona cuando uno representa a todos. No utilizamos el yo con tanta solemnidad como vosotros. En vuestro país incluso la vendedoras que venden cosas que no les pertenecen en absoluto, dicen: ¡Se me acaba de terminar! o ¡todavía me queda una camisa de cuello de cosaco!. Me ha pasado a mí mismo, de veras me ha pasado -dijo John Ford. Por otra parte, os imitáis tanto los unos a los otros y os escondéis tanto detrás de los otros que hasta las criadas responden al teléfono con la voz de la señora -dijo-. Decís siempre "yo", y sin embargo, os sentís halagados si os confunden con otro. ¡Y encima pretendéis ser totalmente inconfundibles!. Por eso estáis siempre enfurruñados, y os sentís ofendidos. Cada uno es alguien especial. Aquí en América, nadie se enfurruña y nadie se encierra en sí mismo. No suspiramos por la soledad: uno se vuelve despreciable cuando está sólo, no se ocupa más que de sí mismo y cuando además sólo habla consigo mismo tiene que dejar de hacerlo después de las primeras palabras.
-- ¿Sueña usted a menudo? -preguntó Judith.
-- Casi nunca soñamos ya -dijo John Ford-. Y si lo hacemos se nos olvida. Como hablamos de todo, no nos queda nada para soñar.
-- Háblenos de usted mismo -dijo Judith.
-- Siempre que tenía que hablar de mí mismo, me parecía que era demasiado pronto para ello -respondió John Ford-. Mis experiencias no estaban suficientemente lejanas. Por eso me gusta hablar de lo que otros han vivido antes que yo. También he preferido hacer películas que sucedían en una época anterior a la mía. Rara vez echo de menos lo que he vivido por mí mismo, pero siento gran nostalgia por las cosas que nunca he podido hacer y por los lugares en los que no he estado. (...)
Miró hacia abajo, al valle donde el último sol brillaba todavía a través de las hojas de los naranjos.
-- Cuando veo moverse así las hojas y el sol brilla a su través tengo la sensación de que se mueven de ese modo desde hace una eternidad-dijo- y cuando la experimento me olvido completamente de que existe una Historia.
-- Pero los naranjos son cultivados, no naturales ... -dijo Judith.
-- Cuando el sol brilla a través de ellos, jugando, me olvido de eso -dijo John Ford-. Y también me olvido de mí mismo y de mi presencia. Entonces quisiera que nada cambiase, que las hojas siguieran moviéndose siempre, que no se recogieran las naranjas y que todo continuase tal como es.
-- ¿Le gustaría también que los hombres continuaran viviendo tal como han vivido siempre? -preguntó Judith.
John Ford le lanzó una mirada sombría.
-- Sí -dijo-, eso quisiéramos. Hasta hace un siglo las personas que detentaban el poder se preocupaban del progreso y de su implantación. En los tiempos modernos, hasta hace poco, las ideologías salvadoras salían siempre de quienes tenían el poder: los príncipes, los magnates de la industria, los benefactores ... Sin embargo, los poderosos no son ya benefactores de la Humanidad, todo lo más, se comportan como si lo fueran en casos aislados, y únicamente los pobres, los desposeidos y los impotentes imaginan cosas nuevas. Los únicos que podrían cambiar algo no se preocupan ya, y por eso todo debe seguir siendo como antes. (...)
Una ama de llaves india salió apoyándose en un bastón y le echó una manta por las rodillas.
-- Ha aparecido en algunas de mis películas -dijo John Ford-. Quería convertirse en una verdadera actriz, pero no puede hablar, es muda. De manera que se convirtió en funámbula. Luego se cayó, y entonces volvió a mí. Sobre la maroma se sentía muy bien. Le parecía como si de repente pudiera hablar. Todavía ahora coloca los pies como si anduviese por la cuerda floja. (...)
Nos llevó a su alcoba y nos señaló el montón de los guiones de cine que le seguían mandando.
-- Aquí hay historias hermosas, sencillas y claras. Son historias que hacen falta.
Su mujer estaba en la puerta, detrás de nosotros; él se volvió y ella sonrió. El ama le trajo café en un jarro de hojalata y él bebió levantando la cabeza; de las orejas le salían mechones de pelo blanco, y tenía la otra mano en la cadera. Su mujer se acercó y nos mostró las fotos de la pared: en una se veía a John Ford dirigiendo una película en un sillón de director en forma de equis, con una máscara de apicultor en la cabeza: había algunas personas de pie o sentadas a su lado, también con máscaras encasquetadas, y a sus pies tenía un perro de orejas caidas; en la otra foto acababa de terminar otra película: tenía una rodilla en tierra y sostenía un trípode, y los actores lo rodeaban con la cabeza inclinada hacia él; uno de ellos apoyaba una mano en la cámara, como si la acariciase.
-- Ese fue el día en que se acabó de rodar The Iron Horse -dijo John Ford-. Trabajaba en la pelicula una joven actriz, que lloraba todo el tiempo. Cuando dejaba de llorar le secaban las lágrimas, pero entonces se acordaba de sus penas y comenzaba a llorar otra vez.
Miró por la ventana y seguimos la dirección de su mirada: se veía una colina cubierta de hierba y matorrales en flor, un camino serpenteba en torno a ella hasta su cima.
-- En América no hay caminos, sólo carreteras -dijo John Ford-. Yo he construido ese camino porque me gusta pasear al aire libre.
Sobre la cama había una manta de la Marina y encima de ella, en la pared, colgaba un cuadro de la Madre Bernini, la primera santa de América, sobre la que una vez quiso hacer una pelicula.
Su mujer cogió el acordeón que había en el cuarto y tocó Greensleeves . La india trajo sobre una bandeja rebanadas de pan de maiz calientes, untadas de mantequilla. Comimos y miramos por la ventana.
-- Se nos empiezan a ver ya las orejas de cerdo bajo la piel -dijo John Ford, de pronto-. ¿Me quiere acompañar un rato?
Le ofreció a Judith el brazo y subimos a la colina. El camino estaba cubierto de un polvo claro; caían ya algunas gotas de lluvia, y donde rebotaban el polvo se contraía en pequeñas bolas. John Ford hablaba. Cuando alguno de nosotros se quedaba atrás, se detenía, porque no quería hablarnos desde arriba. Habló de sus películas y repitió una y otra vez que las historias que contaba eran ciertas.
--Nada es inventado-dijo-. Todo ha ocurrido realmente.
Nos sentamos en la cima de la colina sobre la hierba, y miramos al valle, allí abajo. Encendió su puro con una larga cerilla de cocina.
-- Me gustaría estar siempre con alguien -dijo John Ford-, y me gustaría también marcharme siempre el último de una reunión, porque no quiero que ninguno de los que se quedan me critique y quiero impedir también que se critique a los que se marchan. Así he rodado también mis películas.
Sobre la colina que había enfrente, relampagueaba ya. La hierba a nuestro alrededor estaba crecida y el viento la recorría a veces con sombras claras y oscuras. Las hojas de los árboles se volvieron, y centellearon como marchitas. Durante un rato no sopló el viento. Luego susurró detrás de nosotros un arbusto mientras todos los demás permanecían inmóviles. Todo se aquietó entonces, no hubo ningún movimiento, era una calma larga y duradera, y de repente a nuestros pies, murmuró otra vez la hierba. Guiñábamos los ojos, y a nuestro alrededor había oscurecido, y los objetos estaban muy cerca de suelo. El aire se hizo denso. Delante de nosotros estalló una gruesa araña amarilla, que hacía un segundo estaba sobre la hoja de un matorral. John Ford se limpió los dedos en la hierba, y al hacerlo dió la vuelta a un anillo de sello, como si quisiera realizar algún encantamiento. En el dorso de la mano sentí un cosquilleo. Miré, y vi una mariposa que cerraba alas; al mismo tiempo Judith bajó las pestañas. Solo había que perder una respiración para verlo. En los naranjos del valle se oía ya la lluvia.
-- En las últimas semanas hemos viajado de noche por el desierto -dijo John Ford-, allí abajo, en Arizona. Caía tanto rocío que había que usar los limpiaparabrisas.
Down in Arizona , al oir esas palabras empecé a acordarme. John Ford se sentaba allí, encogido sobre sí mismo y con los ojos casi cerrados. Como esperábamos una historia, nos inclinamos hacia adelante ligeramente, y me dí cuenta de que al hacerlo repetía el ademán con que en sus películas alguien, sin moverse del sitio, inclinaba su largo cuello sobre un moribundo, para ver si aún vivía.
--Contadme ahora vuestra historia -dijo John Ford.
Y Judith contó cómo habíamos venido a América, cómo me había perseguido, cómo me había desvalijado y había querido matarme, y cómo, por fin, estábamos dispuestos a separarnos pacíficamente.
Cuando habíamos acabado de contar nuestra historia, John Ford se rió silenciosamente, con todo el rostro.
-- Ach Gott!! -dijo.
Se puso serio y se volvió hacia Judith.
-- ¿Y todo eso es verdad? -preguntó- ¿Nada de esa historia es inventado?
-- No -dijo Judith-. Todo ha ocurrido.
FIN
Escrito en el verano y el otoño de 1971
Peter Handke "Carta breve para un largo adiós"
Madrid, Alianza Editorial, 1985

2 comentarios:

Chema Liza dijo...

Ya me gustaba este blog, pero si encima citas a uno de mis clásicos, Don Peter, pues aún más. Te seguimos.

David dijo...

No he leído nada de Peter. El texto está bien... Te iba a mandar un mail para avisarte de un par de errores de transcripción como
con blancos cñones de barba (...)
, prcedia de la costa oriental, del estado septentrional y alguna tontería más...pero no he encontrado tu dirección.
Bueno, un saludo. Por cierto...

Ya me gustaba este blog, pero si encima citas a uno de mis clásicos, Don John, pues aún más. Te seguimos.